NOVELA Y REGIONALISMO EN EL PRIMER CUARTO DEL SIGLO XX (1900-1925)
Juan José Delgado, “Novela y regionalismo en el primer cuarto del siglo XX (1900-1925)”, en ¿Bajo el volcán?, Revista La Página, nº 76, La Página Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1989, páginas 97-105.
La sociedad española de finales del siglo XIX atravesaba una crisis de la que no estaban exentas las islas de Canarias. Cuando Cuba, territorio de ultramar y de continente distinto al de la metrópolis, consiguió la independencia, pudo servir como punto de referencia al territorio insular atlántico que, desgajado igualmente de la Península, también mostró apetencias autonomistas que, si no pudieron alcanzarse, en su caso, sí hubo síntomas de acentuar los hechos diferenciales a través de un resurgente regionalismo literario. En el caso de la novela, el regionalismo comienza a mostrarse en los años finiseculares del XIX y mantendrá exponentes literarios genuinos al borde mismo de la tercera década del XX.
El paisaje insular es un espacio recurrente que se propaga por los sucesivos tramos que constituyen la centuria del XX. La literatura lo asume y lo irá proyectando y transfigurándolo por los sucesivos marcos novelísticos, de acuerdo con las épocas y los correspondientes movimientos o tendencias literarias que se van sucediendo. La narrativa de Canarias en los años finales del siglo XIX muestra unas formas, una ideología y unos temas que se prolongan hasta la primera década del nuevo siglo. La mayoría de los autores mantienen las pautas propias del realismo y del naturalismo decimonónico.
Benito Pérez Galdós había puesto reparos a la literatura de Pereda: "¡Lástima que sea demasiado local y no procure mostrarse en esfera más ancha!". En su opinión, una plena realización novelística no podía casar con las formas y expresiones del regionalismo. Sin embargo, cuando elabora en 1897 el discurso de contestación a José María de Pereda en la recepción académica de éste, el escritor canario valora positivamente el planteamiento regional del novelista santanderino. Entiende viable que localice su literatura sobre un suelo concreto y reconocible pues, a su entender, una precisa localización geográfica imprime intensidad al espacio descrito, imposible de igualar –indica Galdós– por autores que pretendan mostrar extensivamente “toda la vida española en las distintas comarcas que constituyen nuestra heterogénea nacionalidad”. Considera también que la nación española, fuera del orden político, no da muestras de un conveniente unitarismo. Galdós, acaso inducido por el tema de su discurso, parece como si se sintiera y se situara regionalista. Ve en el Madrid sobre el que tanto ha escrito la posibilidad de un regionalismo urbano. Como si lo que importara fuese que el escritor encontrase la desnudez humana en el mundo novelado. Cuando el relato opta por encuadrar a sus personajes en un retablo localista, lo único que le cabe al escritor es que sepa dar forma estética a los signos de lo local. La revista Alma Española no le dedica ningún título al alma canaria aunque Benito Pérez Galdós interviene en noviembre de 1903 con el texto “Soñemos, alma, soñemos”. Expresa allí que debajo de la corteza del mundo oficial, el ser de la nación está constituido por una capa viva y con poder de crecimiento.
El ya aludido discurso de Pereda en la Real Academia Española trata sobre la novela regional. La define como aquella novela que desenvuelve un asunto en un lugar cuyas manifestaciones de vida y de costumbres entran a formar parte fundamental de la obra. El medio geográfico es, por tanto, un factor determinante. La naturaleza, según el autor de Peñas arriba, se halla por encima de los sujetos que la pueblan. Este tipo de relato se inclinará por un personaje: el rústico. Determinará un espacio preciso: el paisaje campesino y, en algún otro caso, el marinero.
En el regionalismo canario queda marcada una estrecha relación entre la naturaleza insular y el ser que la habita. El espacio elegido es el que corresponde al mundo rural, en donde se ha depositado y se mantiene la tradición. Es una realidad que apenas ha sido alterada o modificada por el espíritu de los nuevos tiempos. Se mira la tierra y se la ve eterna en su cotidianidad. Se describe el paisaje, se detallan las costumbres y, en algunos casos, se busca forzadamente la descripción de cuadros típicos procedentes del folklore. Todo ello se conserva en el pueblo; todo ese pasado se transmite casi inalterable al tiempo presente. Tal escenario acoge una trama cuyo tema expresa la indisoluble relación antedicha: el personaje nativo en la tierra insular.
El rodillo de la civilización urbana acabará debilitando y llevando a un rincón las notas castizas del ruralismo o de cualquier particularismo. Se abre un nuevo territorio para el arte y desde él se ha de realizar, según Galdós, "la anhelada igualdad de formas en todo lo espiritual y material". Ese arte al que se refiere el novelista debe infundir a los seres de ficción "una vida más humana que social".
El naturalismo se ha impuesto en su modalidad espiritualista en la última década del siglo XIX. Benito Pérez Galdós (1843-1920) influye en aquellos narradores que, iniciando su andadura en esos años finiseculares, la proseguirán en los comienzos del siglo XX. Los casos de los hermanos Luis (1861-1925) y Agustín Millares Cubas (1863-1935) y de Ángel Guerra, pseudónimo de José Betencourt Alfonso (1874-1950), expresan la natural conexión que el habitante insular sostiene con su medio geográfico. La relación del hombre con el medio se mostrará mediante una lucha por la vida, tal como les sucede a los personajes creados por el autor de La Lapa, quien suele llevarlos a situaciones tremendistas, tan pródigas en el relato naturalista. Pero se produce también una lucha estética pues, tal como refieren los hermanos Millares en una carta dirigida a Galdós, los autores insulares son conscientes de que sólo conocen la realidad en donde viven; saben que les es imposible inventar y que se hallan obligados a moverse en el limitado cuadro del país. Con una declaración de esta índole se confirman como auténticos valedores del realismo narrativo. Realismo y localismo se alían.
Hay otro factor que, al margen del naturalismo, actúa en algunas novelas de principios del siglo XX: la raza. En 1901 Guillón Barrús, pseudónimo de Luis Rodríguez Figueroa (1875-1936), publica El Cacique. En ese mismo año se edita De padres a hijos, de Benito Pérez Armas (1871-1937). La primera de aquellas novelas muestra un realismo con propósito regeneracionista; el realismo de la segunda se ve alimentada por un notable folklorismo y trazos romántico-folletinescos. Sin embargo, algo las hermana. Ambas tratan el tema del cacique. Las dos comparten argumentos parecidos: la injusticia cometida por un terrateniente que daña a un personaje del mundo rural, el cual reaccionará violentamente y, como consecuencia, ha de huir y exiliarse. Pero el conflicto trasciende la individualidad de los contendientes.
Las novelas El cacique y De padres a hijos se publican en el mismo año: 1901. Son novelas con tema de cacique. Pero la inclusión del factor étnico las orienta hacia una justificable denominación: novela indigenista. Hispanoamérica cuenta con una serie de novelas con tema y personajes análogos. Viven en deprimentes escenarios campesinos. En esos espacios se desarrolla la vida de un grupo racial explotado por la clase dominante. Se muestra una situación socioeconómica y, sobre todo, se proyecta un retrato moral y cultural de la población indígena. Conforman la denominada novela indigenista. Raza de bronce (1919) del boliviano A. Arguedas abrirá esta tendencia; otras la continuarán, como Huasipungo (1934) del ecuatoriano J. Icaza. La novela indigenista se caracteriza por la presentación de una comunidad indígena que vive explotada; los efectos de esa injusticia produce una reacción: la rebeldía del nativo. Tras la rebelión sucede la consiguiente represión que acaba, catastróficamente, con la derrota y matanza de los indios.
Se muestra análoga situación conflictiva entre el campesino canario que se siente maltratado por el cacique en su propiedad y en su honor. Los dos novelistas canarios, antes referidos, coinciden en la idea de un campesino que es heredero directo de la raza nativa, los guanches. En la parte opuesta se encuentra el cacique cuya correspondencia histórica remite a los conquistadores.
Los dos novelistas encuentran apoyo científico en la historiografía y antropología de Canarias. Sabino Berthelot afirma la continuidad biológica del aborigen en las poblaciones canarias después de la conquista. Entiende que se han conservado los caracteres primordiales y, con ellos, reconstruye el retrato psicológico y moral de los aborígenes. Esa imagen la extrapola a los campesinos canarios. La idea se consolidaría en el siglo XIX. Fue asumida por los antropólogos canarios Gregorio Chil y Naranjo (1831-1901) y Juan Bethencourt Afonso (1847-1913). Este último nombre pasó a figurar como personaje de una de las novelas de Benito Pérez Armas, quien en varias obras se refiere a la continuidad de la raza precolonial en la población canaria del presente.
Las vicisitudes del regionalismo corren parejas a las de los propios escritores. Valgan algunas muestras. En el año 1894, Ángel Guerra declaraba que no era partidario del regionalismo en el arte. Cuatro años después defiende la idea del paisaje como generador de almas. Pero un alma que ha de sentirse vinculada a la historia y a la tradición. En el año 1899 escritores de las islas occidentales y orientales se reúnen con el propósito de fundamentar el modelo del regionalismo cultural y literario que le corresponda a Canarias. En ese mismo año Ángel Guerra mantiene la idea de que en cada región se produce una literatura especial. El dialecto expresará la fisonomía y el carácter genuino de la región. A partir de 1900 se observa una cierta apertura: el espíritu regional no debe recluirse, necesita la expansión. Se aproxima a la idea de Galdós, quien en 1900 en el “Discurso en el banquete de la colonia canaria”, invita a que aviven el amor a la patria chica con el fin de encender el amor a la grande.
En 1908 Ángel Guerra publica “El regionalismo literario en España”. No se menciona ni una sola vez a Canarias; si acaso la alude en los renglones que dicen: “En todas las regiones, aun en aquellas en que prevalece el castellano, se tiende en el arte literario a singularizar el carácter propio”. El artículo antedicho es una vigorosa defensa del regionalismo, y ello por varias razones. En primer lugar, por su capacidad de conjuntar las acciones parciales de las distintas regiones y que conducirán social y literariamente a una sola nación. El regionalismo es un movimiento fragmentario cuyo destino, paradójicamente, será el de fortalecer la unidad española. Estos regionalismos de España se verán favorecidos por los dialectos, por las distintas lenguas, por las variadas formas expresivas. Propondrá a Cataluña como el modelo pleno y ya logrado. Sus escritores son dueños de una lengua que resiste la presión del castellano, por lo que se hacen creadores de una literatura y alma propias. Se debe, en consecuencia, buscar un aislamiento que evite el contagio de influencias léxicas, intelectuales o estéticas. Pero siempre procurando que lo heterogéneo de la diversidad regional armonice en el conjunto nacional. Ese espíritu que él convoca debe reflejarse, en primer lugar, a través de la literatura; luego, cargado ya de fuerza, invadirá la esfera política y el orden económico. El regionalismo literario tiene un propósito político.
Los narradores describen una realidad que les es próxima. El escritor se halla inmerso en un marco social, político y cultural. Los novelistas que han de expresar la crisis que padecen son pequeños burgueses, generalmente inconformistas y atrapado entre la burguesía y el proletariado. Se percibe en algunos escritores una voluntad regeneracionista. Piensan que los males no se encuentran únicamente en el gobierno o en las instituciones. También cuenta la idiosincrasia de un pueblo que no se encuentra suficientemente preparado al no haber tenido acceso a la educación.
Así, pues, hay una pequeña burguesía que puede leer y, además, una gran masa analfabeta. El escritor ideará un texto con el propósito de que sea leído por el mayor número de lectores. Gran parte de los narradores mostrarán en sus obras una realidad degradante pero susceptible de ser reformada sin violencia. El texto no carga conceptos ni proclamas revolucionarias, aunque haya contadas excepciones.
Secundino Delgado (1867-1912) marca los comienzos de un nacionalismo de sesgo autonomista o independentista y anticolonial. Funda el Partido Popular y un órgano de expresión, la revista ¡Vacaguaré!, que dará su nombre al libro escrito en torno a a1906, un texto autobiográfico que novelará su dramático arresto y el posterior encarcelamiento en Madrid. En 1908 se publica la novela Los incognoscibles. El autor oculta su identidad bajo el pseudónimo Calicrates Temisdemos. La obra pone a la vista las condiciones extremadamente duras de unos seres que habitan en hogares miserables. Describe una vida arracimada y dependiente de los muelles. El sector portuario concentra un significativo núcleo de trabajadores. Poco a poco va generando en la novela una atmósfera viciada, social y moralmente. El marco descrito da pie y causa a la crítica social, a la idea de una revolución anarquista que redima a los desposeídos que sobreviven en la miseria, “lo sublime desconocido –declara el autor en el prólogo-, lo inmensamente grande y bello, no investigado”.
No obstante y por lo general, los narradores eligen la denuncia moral antes que la vía revolucionaria. Se mantiene así el sistema establecido que, aunque perverso, puede ser mejorable en cuanto se expurguen los defectos; unos males que los regeneracionistas identificaban con la oligarquía y el caciquismo.
El utilitarismo se había cebado en las corrientes del realismo y del naturalismo. Si el naturalismo acotaba un trozo de vida para ver y analizar cómo se comportaba un temperamento en un determinado medio social, un nuevo movimiento, el modernismo narrativo, irrumpe con el afán de procurarse una nueva idea canalizada a través de unas nuevas formas estéticas. El modernismo se propone la expresión de un alma, de una conciencia que se muestre mediante un lenguaje peculiar. Cada narrador ha de fundar un nuevo tipo de relato. Si se pretende ser moderno ha de ofrecerse mediante nuevas formas. A comienzos de siglo son escasas las muestras de esta nueva modalidad expresiva.
Ángel Guerra apuesta por una tímida renovación estética. Una muestra de modernismo inicial se comprueba en el relato de 1901 “Afrodita inmortal”. Valle-Inclán había publicado en los años finales del siglo XIX dos colecciones de cuentos eróticos que entraban en la órbita decadentista. En el prólogo de la segunda edición (1908) de Corte de amor, el escritor gallego condiciona la literatura moderna al refinamiento y a la prodigalidad e intensificación de las sensaciones.
La novela regionalista acepta el contagio del modernismo y retoma su modalidad expresiva. Ángel Guerra admitirá que los matices del alma regional caben “en los moldes de un cuento a la moderna”. Se decantará a partir de 1906 por lo que este narrador denomina colorismo literario. Lo entiende como un ideal estético que ha confirmado un estilo nuevo y original, de variados matices y con una complejidad en donde –como en Baudelaire- los sonidos y los colores (de las palabras) se responden. El paisaje insular atlántico, sus escenarios y sus gentes pueden estar representando una nota original y exótica. Naturalismo y modernismo no son incompatibles. Dos capítulos de la novela La Lapa (1908) evidencian una aproximación al poema en prosa. En uno de ellos, el titulado “Intermezzo”, el autor se aproxima y queda bajo la influencia poética de las ensoñaciones de Heine que comentará posteriormente el visionario Nerval. Son textos líricos que se han interpolado en un relato de realismo autobiográfico.
Ángel Guerra, que ha tratado en 1898 el tema del regionalismo literario, sustenta la creencia de que un pueblo ha de conocer su historia para poder reconocer su alma. Se percibe un fuerte geoculturalismo, pues el paisaje es un factor importante de caracterización; en no menor nivel coloca las actitudes de los personajes que lo habitan. En el carácter también intervienen, en fin, factores psicológicos, la herencia moral, la idiosincrasia nativa. Pero lo que magnifica el regionalismo es lo que él denomina el dialecto, la forma expresiva, moldeadora efectiva del carácter regional. Diez años después, Ángel Guerra, publicará en La España Moderna "El regionalismo literario en España". No hay una sola mención a Canarias; sólo habrá de dársele presunción de presencia bajo los renglones que dicen: " en todas las regiones, aun en aquellas en que prevalece el castellano, se tiende en el arte literario a singularizar el carácter propio". En efecto, hace una vigorosa defensa del regionalismo y ello por varias razones. En primer lugar, por su capacidad de conjuntar las acciones parciales que conducirán a una sola "nación vigorosa, mental, social y literariamente". Es un movimiento fragmentario que, paradójicamente, fortalecerá la unidad. Probablemente porque Ángel Guerra cree que sólo se debe atender lo heterogéneo siempre que armonice en el conjunto. Ese espíritu que él convoca debe reflejarse, en primer lugar, a través de la literatura; luego, cargado ya de fuerza, invadirá la esfera política y el orden económico. Estos regionalismos de España se verán favorecidos por los dialectos, por las distintas lenguas, por las variadas formas expresivas. Propondrá a Cataluña como el modelo pleno y ya logrado. Son dueños de una lengua que no sólo resiste la presión del habla castellana, sino que son creadores de una literatura y alma propias. Se debe, en consecuencia, buscar "un aislamiento necesario para evitar todo contagio, no sólo de influencias léxicas sino a la vez de presión intelectual y artística." Ello no obsta para que el articulista entienda que algunos dialectos se empeñen en salir del "plebeyo ruralismo" para conseguir hacerse lengua literaria de modo que la forma externa se muestre más bella y que el "espíritu vibre más intensamente y con un mayor ímpetu vital". Ya pueden apreciarse en España -según Ángel Guerra- "el anhelo, la vaga ensoñación, todo un estado de alma intensamente poético". Esta última frase nos aproxima a la escritura del simbolismo modernista. El modernismo quiere flexibilidad en el idioma con el objeto de adaptarse -como expone en el texto referido- "a las complicaciones del alma contemporánea". La modernidad literaria se quiere mostrar a través de una subjetividad que libere palabras, cadencias, tonos, y que acabarán encimando el mundo interior del personaje sobre el de la realidad física que le sirvió de referencia.
El modernismo entra en escena, y las impresiones, los paisajes y las galerías del alma pasan de la cola a la cabeza de la fila. Lo híbrido es un difuso modo de escribir sin atenerse a pautas genéricas. El sincretismo conviene. El drama ya no muestra un encuentro o desencuentro entre diversos personajes. El drama se vuelve íntimo y personal. El drama se ofrece y se resuelve dentro de la propia conciencia. No hubo facilidades en la aparición de una nueva expresividad. Se aprecia en bastantes narradores la insatisfacción que padecen al no disponer de unas formas expresivas con las trasladar nuevos contenidos ideológicos. Francisco González Díaz (1864-1945) declara su confianza en una escritura que, libre ya de toda regla, consiga ampliar las posibilidades del idioma, infundirle un nuevo espíritu y una vida nueva. Modernista, aunque reacio a aceptar el modernismo rubendariano, publica en 1913 El viaje de la vida al que subtitula Cuentos, narraciones, impresiones. La colección muestra una heterogeneidad textual que extenderá a sus obras posteriores. Dispone la narración como un marco en donde el autor interpola reflexiones y divagaciones de índole diversas: social, política, cultural. Su alejamiento del realismo lo lleva a interpretar el mundo observado desde la nueva posición renovadora del simbolismo. En sus narraciones hay un eco de parábola, de suceso fingido del que puede extraerse por analogía una enseñanza moral. Sus obras posteriores, Cuentos al minuto (1922) y Desierto, caravana, oasis (1929) mantiene el ya aludido carácter didáctico, aunque con los rasgos de una leve crítica sobre algunas cuestiones que afectan al espíritu de su tiempo.
La modernidad desea hacer de la vida un quehacer literario. Para ello ha de establecer un nuevo modelo: se va en busca de los efectos, de las impresiones, del lirismo. Y todo ello a expensas de la anécdota y de las acciones, dos elementos que el narrador modernista selecciona y aminora rigurosamente.
Miguel Sarmiento (1876-1926), en la entrada a su novela Muchachita (1898) nos muestra a un narrador que, entre la realidad y el lirismo, opta por una expresividad de tono poético. Considera lo lírico como el camino adecuado que conduce a lo auténticamente verdadero. El escritor busca y encuentra en el arte una segunda alma. Importan ahora más loe efectos que la palabra produce y menos los contenidos que conforman la historia. Sarmiento refuerza su presencia con la novela Así (1909), con la colección de cuentos Al largo (1915) y con la novela autobiográfica Lo que fui (1918).
En 1918 hay quien define el regionalismo como la forma política de un fondo cultural. Por esa fecha, Guillón Barrús publica el artículo “El sentimiento regional”. Expone la idea de que se carece de una orientación ideológica insular. Cualquier ideología de carácter comunal debe alentar un alma propia, provista de energías propias y concurrentes. Estima que el regionalismo canario es una moda ridícula. No dispone de una personalidad vigorosa; su historia se incluye en la corriente histórica de la nación colonizadora. Canarias es “un potpourrit racial”. El modelo regionalista catalán no puede operar en Canarias. Una ideología eficaz necesita contar con algo más que la reivindicación “artificiosa y retórica del troglodismo guanche”. El regionalismo canario –manifiesta Rodríguez Figueroa- debe asentarse en el presente y orientarse hacia el futuro.
Rafael Mesa y López (1885-1924) comienza a escribir a comienzos de la primera guerra mundial un relato que aparecerá publicado como folletín en un periódico grancanario en 1922. Las luces de la noche sin fin es una novela compuesta de dos partes claramente diferenciadas. La acción se desarrolla en dos ciudades. París y Las Palmas. Dos escenarios que determinan la vida y el tono –alegremente dinámico y melancólico, respectivamente– de su protagonista quien, al principio, encamina sus pasos y su pensamiento por el París bohemio, libre y cosmopolita para, en una segunda parte, rematar la historia con su regreso a Canarias, ciego, prisionero no sólo de las sombras sino de los hábitos ancestrales, de las viejas y congeladas costumbres de su tierra. Es un protagonista que presenta cierta analogía con el de la novela modernista Los ídolos rotos (1901) del venezolano Manuel Díaz Rodríguez. El mundo artístico ha de bregar contra la realidad social. La conciencia estética naufraga y se ahoga en el espacio cotidiano.
Los escritores quieren romper con el hastío y el cerco de un regionalismo que permitía mirar más allá de los paisajes reconocibles. Se fue creando la necesidad de abrir la puerta a nuevos espacios para satisfacer el anhelo de expresar novedosamente mundos nuevos. La curiosidad por las otras culturas no será moda circunstancial; es el signo de una de una firme actitud vital. Baltasar Champsaur publica en 1917 Hacia la cultura europea. En el libro se atacaba el regionalismo. Lo consideraba empobrecedor y contrario a la apertura universalista en la que se depositaba la auténtica cultura europea. En la revista Castalia se incluyen las diversas tendencias existentes entre los intelectuales tinerfeños. La publicación, aunque declaradamente modernista, recoge también en sus páginas las manifestaciones que propugnan el tipismo insular. Tampoco desatiende otras opciones europeizantes. Ildefonso Maffiote ve en el modernismo de la revista un camino que los sitúa junto a las modernas tendencias artísticas.
En el primer lustro de la década del veinte se reivindica la vocación cosmopolita de Canarias y se busca sobrepasar el regionalismo de la generación precedente. Hacia esta nueva orientación apuntan las manifestaciones de J. M. Benítez Toledo quien, en 1918, ya apreciaba un agotamiento en la facultad de pensar, a lo que no era ajeno –según su expresión- “la trilogía de las tres erres”: renovación, regeneracionismo, regionalismo. Este autor defenderá cinco años después la idea de unas islas que, como puentes, aproximen los mundos. Propondrá situar, frente al ambiente y al alma propia, un alma extraña procedente de otras latitudes geográficas y culturales. Serán dos paisajes morales los que se confronten, reaccionen y cohesionen. Así se mostrará de manera directa su auténtica intimidad. El procedimiento de situar un alma distinta como espejo en el que reflejar la propia lo probarán varios narradores.
Clarín había calificado a Zola de cosmopolita y dio una razón para asignarle tal adjetivo: la publicación de una novela del autor francés suponía un acontecimiento literario nacional "en cualquier país civilizado". La idea de apertura y recepción con los territorios artísticos modernos constituye un punto fundamental del cosmopolitismo. Todo lo que suceda en el mundo incumbe a un autor que, si se siente moderno, se sentirá cosmopolita. Alonso Quesada abre el artículo "Civilización cada día" (1920) con una pregunta: "¿Tiene alguna importancia literaria un barco americano cargado de petróleo que se incendia en un puerto...?". La respuesta es alusiva: alguien un una isla puede estar contemplando la serenidad de su mar, pero la noticia del incendio que llega trastorna el plácido paisaje. Se vive en una civilización en donde cualquier suceso, por muy lejano que sea, nos incumbe: "El isleño -declara- necesita mundializarse también".
Alonso Quesada quiere romper con el hastío y el cerco de un regionalismo que no permitía mirar más allá del paisaje inmediato y reconocible. La curiosidad por otras culturas no será moda circunstancial; es el signo de una de una firme actitud vital. En el primer lustro de la década del veinte se reivindica la vocación cosmopolita de Canarias y se busca sobrepasar el regionalismo, ya en la agonía, de la generación precedente. Alonso Quesada se ha propuesto encarar, frente al ambiente y al alma propia, un alma extraña procedente de otras latitudes geográficas y culturales. Serán dos paisajes morales los que se confronten, reaccionen y cohesionen. Así se mostrará de manera directa su auténtica intimidad. El antirregionalismo se orientará posteriormente hacia corrientes europeístas y cosmopolitas, aunque también aquí se advierta el conflicto de una insularidad que se confronta, ahora, con otras culturas. Esta confrontación es asimétrica y con desniveles culturales. En una versión radicalmente irónica producirá la transfiguración de la realidad que, en su caso más significativo, Alonso Quesada aproximará al esperpento.
El cosmopolitismo supone tomar conciencia de lo que acontece en cualquier latitud; todo lo foráneo, si le afecta humana y estéticamente, pasa a las páginas literarias en donde quedará zanjado el asunto. Una conciencia así borra las fronteras. El cosmopolitismo es una actitud personal, tiene su fuente en la conciencia y en la voluntad del autor por nivelar y homogeneizar los diversos sucesos que se presentan indistintamente en cualquier punto geográfico. Es el autor el que decide ser o no ser cosmopolita. La vida urbana desprende para él mayor atractivo. En ese ámbito las relaciones interpersonales se vuelven complejas y, además, se sienten como fenómenos inaugurales que deben ser escritos y expresados con nuevo método y expresión. Alonso Quesada se ha adentrado más allá del modernismo y se ha situado en la antesala de la vanguardia literaria que habría de aflorar en las islas en los años finales de la tercera década.
El proyecto de J. M. Benítez Morales de aunar localismo y universalismo constituye el preludio del regionalismo cosmopolita formulado por Eduardo Westerdahl, así como de las propuestas vanguardistas posteriores. Una vanguardia regional que, tal como refiere Federico Castro Morales, si en un primer momento hace concesiones al tipismo, línea que incluso llega a recoger la revista Hespérides en 1927, acabará identificándose con el regionalismo cosmopolita. Poco a poco irá calando la idea de un universalismo, acogido fervientemente por un grupo de escritores quienes, pertenecientes a la revista La Rosa de los Vientos (1927-1928), lanzarán en 1928 en un periódico tinerfeño su primer manifiesto: "En nuestras macetas ya no crecerán las rosas campesinas, regionales. En nuestras macetas crecerán las rosas de los vientos, oceánicas, universales. Solamente."