LA MIRADA EXTRANJERA. ALGUNAS PERCEPCIONES DE CANARIAS EN LOS RELATOS DE VIAJES ANGLOGERMANOS
Nicolás González Lemus, “La mirada extranjera. Algunas percepciones de Canarias en los relatos de viajes anglogermanos”, en ¿Bajo el volcán?, Revista La Página, nº 76, La Página Ediciones, Santa Cruz de Tenerife, 1989, páginas 259-269.
Hoy en día asistimos a una identificación de viajeros con turistas. De hecho el morfema turismo engloba de por sí el concepto de viaje. ¿Pero se puede identificar turista y viajero?
Ambos se desplazan por el cambio de ambiente, pero les diferencia la motivación. Paul Fussell considera a turista al tipo de visitante que viaja para descansar y busca para consegirlo el comfort y la familiaridad del destino, a la vez que lo hace a los lugares de moda para protegerse de los shocks que les pudiera provocar lo novedoso y extraño. En el turismo de masas desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial, al turista se le da todo hecho: duración del viaje, itinerario prefijado con transportes incluidos, reservas de hotel y cualquier orto servicio. Ahora bien, si éstas son las causas que motivan el desplazamiento en los turistas, diferentes son la de los viajeros que aspiran a ser los protagonistas de la literatura de viajes. El viajero se pone en camino mediatizado por la originalidad e independencia. No lo confundamos con el explorador, que se mueve hacia lo no descubierto, lo desconocido. Tampoco lo confundamos con los autores de los libros de viajes escritos por alguien en su despacho, en biblioteca u otro espacio. Nos referimos al viajero que viaja y se mueve hacia lo que ha sido descubierto por la historia, se desplaza en busca de la observación, tanto de lo pintoresco del lugar cuanto su civilización. El turista también lo hace, pero la diferencia de uno y otro es que el viajero se dota de un cuaderno de notas y una pluma y registra sus emociones, sus impresiones. El cuaderno se hace poco menos que imprescindible.
El viajero, durante su recorrido, hace encuestas o entrevistas, es testigo directo de la época. Hay quien cuestiona la validez de la literatura de viajes como fuente histórica. No trato de probar la evidencia de la literatura, y en concreto de la de viajes, como una fuente más de la historia. Reconozco que a pesar de la gran curiosidad que mostraron todos los viajeros en su deambular por las islas, tuvieron ciertas dificultades para adquirir un conocimiento profundo de ellas. Criticar y poner al descubierto los rasgos y costumbres de Canarias les resultaba empresa fácil, pero, diagnosticar sus males e interpretarlos con cierta capacidad crítica les era ya más dificultoso, aunque algunos de ellos tuvieron esa capacidad de análisis. Incluso, los que continuarían visitando otros lugares y tardarían tiempo antes de regresar a su país, cometían errores al momento de redactar sus notas y, peor aún, algunos solían ubicar lo visto en un lugar en otro. Esto ha conducido a algunos autores a considerar que a través del conjunto de detalles e iconografías que daban los viajeros difícilmente se podrían reconstruir el ambiente histórico o podrían ser considerados como fuentes históricas, puesto que fantasean siempre más de la cuenta, recuerdan mal las impresiones fugaces de una escala breve o sus únicas fuentes son orales.
Sin ánimo de entrar en consideraciones sobre la pluralidad de lecturas que admiten los libros de viajes, trato solamente el interés histórico de los relatos, teniendo en cuenta que los comentarios e interpretaciones proceden, a veces, de viajeros pocos eruditos en la historia local y en otras ocasiones producto de notas tomadas diariamente, pero que en ambos casos son reflexiones de mentes curiosas, de gente culta, que busca las huellas de la historia, los modos de vida y la idiosincrasia del lugar. Como señala Luis López Molina, en el estatuto de los libros de viajes participa dos tipos de escritura, tomando cuerpo unas veces en función del criterio de ficción y otras en función del criterio de veracidad objetiva, histórica. En el primer caso, el mejor ejemplo lo tenemos en La Agencia Thompson & Cía, una novela que se desarrolla en la época de los viajes charters, publicada en 1907. El francés Jules Verne realiza una descripción de Tenerife, particularmente de una ascensión al Teide, tan objetiva y real que parece que estuvo personalmente en la isla. En el segundo caso, tenemos el mejor ejemplo en el libro de la británica Olivia Stone, Tenerife and its Six Satellites, elaborado a partir de su visita a las islas en el invierno de 1883-1884. La escritora dejó un precioso testimonio de las costumbres de las islas y un interesante estudio del momento histórico que se estaba viviendo.
El libro de viajes, de análisis, de dimensión histórica y estética, no cabe duda que incorpora la subjetividad del autor, su sensibilidad, su ideología, su personalidad. Su autor, el viajero, actúa como filtro de la experiencia vivida, escribe lo que sabe, lo que ha vivido y lo que ha aprendido, fundiéndolo en una experiencia compleja que textualiza a posteriori. El crédito que se merecen sus escritos como fuente histórica es el problema principal del historiador: comprobar en cada momento la veracidad o no veracidad de los datos que nos transmiten. Los escritos de viajes son los relatos de unos0 protagonistas directos, testigos presenciales de los hechos, del entramado de la vida diaria; son un verdadero retrato de la realidad histórica. Constituyen, pues, un testimonio de la época que describen.
Para evaluar el auténtico alcance de sus relatos, de separar lo que es meramente ficción de lo que es realmente realidad histórica o social tendríamos que tener en cuenta varias consideraciones. En primer lugar, el tiempo de estancia. Los dos extremos están representados por Olivia Stone que estuvo seis meses en todas las islas y un gran número de viajeros que sólo estuvieron de paso y permanecieron muy poco tiempo, el suficiente para escribir sus impresiones. En los comentarios de estos últimos encontramos un mayor número de errores y sus impresiones son fugaces, del momento, sin continuación en el tiempo. Por el contrario, en los primeros encontramos unos análisis más objetivos. En segundo lugar, sus escritos están mediatizados por quienes proceden de otro ámbito cultural, con otras costumbres y sistemas de valores. Estos condicionantes mediarán en todos ellos. Pero, no por eso el análisis de la realidad que les rodeaba era «subjetivo». Hallamos en sus páginas reflexiones fundadas que están avaladas por la prensa local del momento y por estudios posteriores. Sólo el contraste diacrónico de los diferentes textos y la ayuda de otras fuentes historiográficas nos permiten evaluar la veracidad de sus comentarios y esclarecer lo que es realidad objetiva y percepción subjetiva.
El mayor desarrollo de producción del género de libros de viajes sobre Canarias se da en la segunda mitad del siglo XIX. Corresponde dicho período a la era de los viajes gracias al desarrollo del ferrocarril por tierra y al barco de vapor por mar. Ello favorece el que las editoriales intensifiquen la publicación de relatos de aventuras, de guías turísticas y sobre todo, de relatos de viajes. ¿Pero quienes eran sus autores?
Un primer acercamiento nos lleva a la conclusión de que los ingleses salen con ventaja en cuanto a la capacidad de viajar y a la tradición de escritores del género desde los siglos XVIII y XIX. Si hay una contribución británica clara al mundo de los viajes entonces los autores curtidos en el arte de la literatura de viajes hacen los mejores libros del género. Le siguen los alemanes, aunque éstos aparecen por tierras isleñas casi exclusivamente en el siglo XIX, momento en el que se incorporan al mundo del viaje con personalidad propia, sin olvidar que a ellos también les debemos auténticas joyas en la literatura de viaje con anterioridad de la mano de Johann Wolfgang von Goethe y Alexander von Humboldt.
En el siglo XIX, siglo por excelencia marcado por la cantidad de viajeros que visita las Canarias, el mundo estaba impregnado por la concepción de vida y sociedad victoriana. El victorianismo no sólo era un ejemplo afortunado de voluntarismo moral en la elaboración de la imagen ejemplar de un reinado, el de la reina Victoria (1837-1901), ni tampoco el desarrollado de unos valores puritanos represivos, sino que es un estilo de vida que impactó en el desarrollo de la civilización occidental, al margen de las grandezas y miserias dentro y fuera del imperio británico. Desde 1837 a 1901 la civilización burguesa encontró en el capitalismo inglés la mejor manera de progreso económico, de flexibilidad social, de estabilidad política que condujo irresistiblemente a la arrogancia ideológica que jamás pudiera imaginarse hasta entonces ni los propios británicos. Ellos se creyeron haberse convertido en el pueblo elegido. Se creyeron seriamente que Dios los había favorecido por ser libres de pura cepa anglosajona, por el amor al trabajo duro y honesto, por su religión, por el repudio a la tiranía papal desde el siglo XVI, por su gloriosa labor en los mares en beneficio del comercio y progresos de los pueblos, entre otras muchas razones chovinistas que justificaban ser un pueblo elegido destinado a realizar una gran obra en beneficio de la humanidad.
Pero la atmósfera victoriana sustentada por el progreso capitalista define en esencia además de un estilo de vida, una forma de ver el mundo. A partir de la mirada de muchos de los viajeros victorianos que la dirigieron hacia fuera desde estas perspectivas de superioridad se puede deducir el modo de ver la sociedad canaria. Una mirada desde la distancia, pero muy alejada de la que tenían formada de los pueblos de diferentes culturas a las europeas como las de oriente, por poner un ejemplo. Los victorianos contemplan el mundo oriental con ojos occidentales y entonces la percepción de esa zona geográfica está marcada de prejuicios y desdeñosa arrogancia en el tratamiento de los orientales. Sin embargo, tenían una visión diferente de los pueblos europeos, aunque marcado por un orden jerárquico de países, que no nos ocuparemos aquí por razones obvias.
Alemania fue, después de Gran Bretaña, otra nación que también proporcionó un buen puñado de viajeros y donde el victorianismo arraigó, aunque con ciertos matices. Pero lo importante a resaltar es que ambas naciones luchaban por la hegemonía imperial, sobre todo después de la segunda mitad del siglo XIX y a la vez compartían sentimientos de superioridad cultural y visiones coloniales hacia afuera. Incluso los visitantes alemanes no tenían reparos a la hora de afirmar que la situación de pobreza en Canarias no se daría si las islas pertenecieran a Alemania. En marzo de 1873, Franz von Löher (1818-1892), director de los Archivos del Estado de Baviera, cuando visitó el archipiélago enviado por Luis II de Baviera en su empeño de encontrar una franja de tierra donde él pudiera imponer su idea de monarquía, critica la pobreza en el campo y el sistema de medianías, los cuales no se darían si las Canarias estuvieran anexionadas colonialmente a Alemania para poder regular desde arriba toda la penosa situación producto del dominio de los españoles.
Con muy pocas excepciones, la literatura de viaje en Canarias se caracteriza por la existencia de unos rasgos genéricos representativos muy usuales, cuyos aspectos formales sobresalen: el estado de las carreteras, la topografía insular, la naturaleza, el paisaje, algunas referencias a la vestimenta y otros tipismos de los naturales, el papel del clero, el arte y otros tópicos muy comunes. Las referencias la aspecto de las mujeres son abundantes. La misma evocación del pasado predomina por encima de cualquier tema, aunque en ocasiones sea escueta, y siempre esa evocación refleja una nostalgia e idealización de un pueblo aborigen aniquilado. Los pueblos de La Matanza y La Victoria, en los que había tenido lugar la decisiva matanza entre los guanches y conquistadores, motivaban una reflexión histórica sobre la conquista de las islas. Ernst Haeckel (noviembre de 1867), como lo había hecho antes Alexander von Humboldt, no duda en mostrar un paralelismo entre la historia de Canarias y México. Para él, no había duda de que los aborígenes eran “una tribu berebere emigrada del norte de África”, pero que en la población isleña de hoy ya no era perceptible ninguna huella de sus rasgos fisiológicos, en contraposición con otras descripciones de viajeros, sobre todo de tendencia romántica, que consideraron a los campesinos isleños y ciertos pescadores sureños descendientes directos de los antiguos pobladores y de los guanches en el caso de Tenerife.
El clima es otro recurrente del discurso de los viajeros, quienes incluyen continuas referencia al sol y la cálida temperatura reinante en las islas, pero, además, deslumbrados ante el asombro de la vida exterior de los isleños y la posibilidad de su efecto terapéutico, en unos momentos en que las afecciones pulmonares contaba con pocos recursos en la farmacopea. Los viajeros nórdicos y centroeuropeos en Canarias se deleitan describiendo la comodidad de esa vida exterior de los canarios de la que ellos mismos disfrutan porque carecen en sus respectivos países.
Pero, hay otros temas recurrentes dominantes dentro de la tradición del viaje a Canarias que la inmensa mayoría de los viajeros, a excepción de algunos naturalistas, dedica una buena extensión en sus escritos como son los aspectos sociales. Ante ellos, manifestaban una visión claramente negativa por el alto nivel de miseria y pobreza reinante, aunque ellos no desconocían en sus países la concentración de masas de desempleados, de miseria, degradación de las mujeres y condición infantil en los «barrios feos» de los cinturones urbanos como consecuencia de la industrialización, reflejadas en la en Inglaterra por Charles Dickens y su contemporáneo el filósofo Friedrich Engels. En Canarias no se trataba de una situación exclusiva de los «barrios feos», sino se trataba por la situación de la vida cotidiana misma en los núcleos poblacionales en general.
Por ello, aunque la actitud de los viajeros anglogermanos hacia las Canarias era de amor por su clima, su vegetación y la tradición de hospitalidad de su gente, se producía un efecto contrario cuando se penetraba en la realidad social de las islas. El estado de las costumbres, la situación de la mujer, la pobreza y explotación del campesino, la arrogancia de la aristocracia y las clases altas, las condiciones de habitabilidad de las capas populares y la educación ocuparon sus mayores atenciones. Hay una cantidad considerable de libros de viajes publicados en Gran Bretaña y Alemania, algunos traducidos al español. Tomar en consideración, de una manera consensuada, algunas de las más eminentes muestras de estos aspectos de los libros de viajes que tantas páginas ocuparon en algunos de los más destacados viajeros es lo que pretendemos hacer en estas sucintas percepciones del mundo insular.
Canarias era una de las regiones más pobres de España. El archipiélago vivía un atraso alarmante, a pesar de que en los muelles de las islas capitalinas se realizaba una actividad comercial importante desde décadas y se respiraba cierto despegue del capitalismo moderno favorecido con el establecimiento de los puertos francos en 1852. Mucho del deplorable estado de las islas se debía a partir del siglo XIX a la interrupción de las relaciones con América y las altas tarifas aduaneras, además de estar muy en sintonía con la situación económica general de España. Pues bien, el primero de los estereotipos, de naturaleza claramente negativa, era el estado de retraso y miseria de las islas. En función de estas coordenadas sociales, gran parte de los viajeros testigos llenaron páginas, y algunas intentaban buscar sus causas.
El prusiano Julius Freiherr von Minutoli (1805-1860) creía que la aplicación de los puertos francos había supuesto poca ventaja para la inmensa mayoría de la población porque gran parte de las tierras seguía estando en manos de la aristocracia A pesar de la abolición del mayorazgo, seguía existiendo. Había pocos agricultores que poseyeran su propia propiedad. Aquellos que se veían obligados a arrendar tierras para realizar un trabajo, lo deseaban con cierta garantía económica. El botánico alemán Carl Bolle (1821-1909) señala el otro método tradicional de explotación de la tierra mediante la medianía: “sólo unos pocos grandes terratenientes explotan sus tierras por ellos mismos; la mayoría era cultivada por los llamados medianeros, arrendatarios sedentarios que sin contrato cedían a los propietarios la mitad del beneficio de sus productos.” Löher puso de manifiesto la pobreza en el campo y critica el sistema de arrendamiento, para él, las razones principales de la penosa situación social. Para Minutoli paliar los problemas de la clase trabajadora, la emigración y la miseria se requería otras reformas como la agraria, la tributaria, las condiciones del arrendamiento y del trabajo, pero también “cierto sacrificio de los propietarios, generosidad y patriotismo de la aristocracia…” Acusa a la tenencia de la propiedad y arrogancia de los grandes hacendados isleños como parte de la causa del estado de las islas.
En la administración de las islas radicaba gran parte del problema de su atraso, según otros. Comenta Olivia Stone (1883) que «la corrupción más absoluta está presente hasta en los cargos gubernamentales de más alta graduación y desciende, como cabría de esperar, a todo el funcionariado». Por eso, no era extraño que se diese entre los profesionales de la administración. En 1868 cuenta el viajero francés Pègot-Ogier con mucha ironía que el muelle y escollera de Santa Cruz no avanzaba porque la oficina establecida al final de la Alameda, con un ingeniero a la cabeza designado por el gobierno para dirigir las obras, contaba con demasiados oficiales que absorbían todo el presupuesto. «Hay siempre fondos para ellos cuando los trabajos no se realizan y, como sucede con frecuencia, ¡alas!, los trabajos no continúan, simplemente porque los oficiales absorben las partidas presupuestarias destinadas para los trabajadores». Incluso salpicaba a algunos miembros del ejército. Los empleados de la administración y los funcionarios que iban y venían continuamente de la Península aparecen con frecuencia en las páginas de algunos viajeros. Según el reverendo Thomas Debary (1848), el lema de los funcionarios peninsulares era «no me gusta mendigar porque me avergüenzo y como de todas maneras soy un hombre designado por el gobierno puedo aceptar sobornos y hacerme rico a expensas del país».
Las referencias al aspecto del pauperismo y la educación son tan abundantes que bien podría decirse que se configuran como uno de los vertebradores principales del discurso en los libros o diarios de viajes. Ello tiene su explicación en la medida en que era muy manifiesto en las calles, ocupadas por mendigos y numerosos grupos de niños, y herían su sensibilidad, pues la asistencia a la escuela era para los viajeros, como para el pensamiento liberal decimonónico, un requisito imprescindible para la formación. Por su parte, el aumento de la pobreza, del paro y mendicidad originado primero, por la crisis vitivinícola de principios del siglo XIX y después, a partir del último cuarto del siglo como consecuencia de la crisis de la cochinilla, la vieron los visitantes como algo rechazable por ser seres humanos vagos que no querían trabajar, además de constituir un peligro social. Los consideraban como vagabundos, holgazanes, que pudiendo trabajar no lo hacían porque les «parecían mejor vivir de la caridad pública... que vivir del honrado trabajo y del sudor de la propia frente». Era una tropa de individuos que lejos de amar el trabajo, lo aborrecían y esquivaban. Con tales actitudes, los viajeros europeos no hacían sino transmitir sus valores puritanos de defensa del trabajo en la tierra por designio divino y desprecio a la gente ociosa que no debería existir. Junto a los mendigos adultos estaban también los niños. El británico Isaac Latimer (1813-1898) en su visita a Tenerife y Gran Canaria en el invierno de 1887 insinúa que muchos deambulaban por las calles fumando, sin zapatos ni calcetines. Algunos pululaban por los muelles para recoger las maletas de los extranjeros y llevárselas al hotel o hacer de cicerones para enseñar las banderas arrebatadas a la escuadra de la armada británica bajo el mando de Horacio Nelson el 25 de julio de 1797 y que se exponían en la Iglesia de la Concepción de Santa Cruz.
Minutoli en su visita a las islas en 1853 no duda en mencionar que Santa Cruz de Tenerife estaba marcada por la prostitución, un alto número de huérfanos, mendigos y enfermedades como la sífilis o la elefantiasis. Una situación que no se manifestaba en la población rural por estar alejada de los centros urbanos.
Su contemporáneo Carl Bolle hace la misma distinción entre el pauperismo de los isleños del campo y los de la ciudad, estos últimos bajo influencia de la presencia extranjera, máxime cuando se trataba de un puerto que mantenía sus casas de comercio fundamentalmente británicas. Según él, los habitantes de Tenerife eran hospitalarios y bondadosos, opinión que era aplicable también al resto de los habitantes de las islas, pero eran huidizos y honrados con los extranjeros. Mientras paseaba por Anaga en una de las ocasiones que viajo a las islas (las visitó en 1851/52 y 1854/56), Bolle comprobó que la timidez ante los extranjeros podía incluso aumentar y convertirse en miedo. En general, la seguridad de los viajeros por los caminos era grande, pero de esta estampa tan positiva constituía una excepción el proletariado de Santa Cruz: “Se debe ir con mucho tiento para enjuiciar con certeza el carácter de los isleños de Tenerife, de los que la plebe de Santa Cruz, que holgazanea en el muelle y a lo largo de la Marina, maleada por influencia extranjera, constituye un insolente gentío de vagabundos, burreros, prostitutas y niños harapientos que se le presenta al visitante -los chicharreros es el apodo del proletariado de esta ciudad- Con un pequeño paseo a las afueras de la ciudad -continúa relatando- ganará la convicción de un contraste abismal entre las costumbres de estos lazzaroni y los campesinos honrados como no se puede uno ni imaginar.”
Una timidez hacia el extranjero que iría disipándose a medida que se va familiarizando con él por la presencia del turismo a partir del segundo lustro de los ochenta, cuando el viajero vacacional comienza a abundar en las ciudades balnearias del Puerto de la Cruz, Las Palmas de Gran Canaria, y en menor medida, Güímar e Icod en Tenerife. Lo pone de manifiesto el naturalista y etnólogo alemán Aurel Krause (1848-1908) durante su visita a Tenerife en 1893. Para él, igual que su compatriota Bolle, existía una clara distinción entre el pauperismo del interior y el de las ciudades balnearias, precisamente acrecentada por el desarrollo del turismo y pone como ejemplo el contraste entre la población de Vilaflor y la del valle de La Orotava. En Vilaflor Krause no se tropezó con ningún mendigo que le molestara y se le mostró la población más agradable, en encontrarse con el valle de La Orotava donde era directamente “acosado por los niños e imberbes chicos” en cada salida pidiendo limosnas y con el grito de “un penny” o “un cuarto, un cuartito” (moneda de cobre equivalente a 5 peniques), todo ello con conocimiento y deseo de los padres. “Sin duda, la fea mendicidad es una consecuencia del fuerte turismo en el valle de La Orotava”.
Pero si bien el distanciamiento de los núcleos urbanos evitaba la corrupción de residentes, el grado de miseria en el que vivía era más acentuado. Vilaflor era el único, junto con Icod y Güímar, que parecía ser limpio. Sus casas estaban pintadas de blanco y de tejas, sin embargo, como señala el británico Charles Edwardes (1887),en la misma Vilaflor como los restantes pueblos del sur predominaban la falta de escolarización, la espantosa pobreza, la miseria y la ausencia de una asistencia sanitaria primaria. De todos los problemas, el sanitario era alarmante. Y no solamente en los grupos de población sureños. En la Matanza Löher paró para comer y tuvo la oportunidad de visitar las casas terreras, con sus jardines y patios, así como también “las miserables cabañas de los campesinos -según él- pequeñas y bajas, en forma de cuevas, cuyos muros de piedra tosca medían dos o tres pies de alto, de paja como mísero tejado, sin ventana ni luz, suelo de tierra donde descansa una vieja caja para guardar ropa, simiente, cereales y otros alimentos, y en el suelo, a la entrada, había un lugar para hacer fuego, al lado los pequeños calderos”. Continúa el prusiano, “de una viga que atraviesa el medio, cuelga hacia abajo una esterilla, allí se encuentran diversas herramientas, detrás una cama miserable, sobre la que estas pobres mujeres duermen, dan a luz y mueren. Es incomprensible que estén sanas y limpias en tales agujeros. Su más preciada alegría son la pequeña cabra y las gallinas, que tienen en el exterior su lugar especial. La amarga pobreza, la escasa ganancia a pesar del duro trabajo, este es el destino de una gran parte de los canarios, no puede haber un pueblo que soporte dicha suerte con más amabilidad y modestia.”
Para el isleño de hoy que se acerca a la literatura de viaje de algunos cronistas europeos quizás lo más impactante es el carácter eminentemente rural de la sociedad canaria y que se proyectó hasta bien entrado el siglo XX, además de su extrañeza por las tremendas dificultades en las comunicaciones no solamente marítimas, sino terrestres. Los pueblos sureños y las zonas más alejadas de los núcleos urbanos estaban prácticamente incomunicados, sobre todo el sur de las islas, por otro lado, escasamente visitado por los viajeros durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX. La pésima red de comunicaciones obstaculizaba el desplazamiento hacia los pueblos rurales. Los viajeros hacen reiteradas referencias al penoso estado de los caminos y carreteras de estos pueblos, a los cuales solamente se podía llegar por caballos o mulas, pues no había diligencia ni los caminos estaban hechos para su soporte. La falta de transportes y el estado de los caminos eran tan malos que se tardaba mucho tiempo en ir de un sitio a otro. Por ejemplo, según el viajero victoriano Alfred Samler Brown (1888), desde Guía de Isora a Adeje (Tenerife), que solamente dista 9 kilómetros y medio, se tardaba tres horas. Y si un habitante de Guía de Isora quería ir a Santa Cruz tardaba dos días.
Los pueblos rurales del interior y sureños alejados de los caminos reales eran frecuentados muy poco por extranjeros, y cuando algunos los visitaban, los hombres, mujeres y niños se quedaban asombrados cuando los veían llegar. Según Charles Edwardes, el alboroto que se armó cuando llegó a Guía fue mucho mayor que cuando entró en Chío. La gente se aglomeraba en las azoteas de las casas para asomarse y contemplar la llegada del extranjero. “Las ventanas se llenaron de caras y la puerta del casino se invadió de hombres”.
Parecida situación que Tenerife la padecía Gran Canaria, y cuando hablamos de las islas Canarias de entonces no nos referimos a “todas” las islas, sino únicamente a las dos capitalinas y no al resto de cada provincia, precisamente por las dificultades de comunicación.
A modo de conclusión, considero que los relatos de los viajeros aportan unos retratos efímeros, que si bien pueden ser de calidad relativa si los analizamos desde la óptica meramente literaria por estar redactados con unas estructuras sintácticas deficientes y muy alejados de los cánones narrativos, son muy aprovechables desde el punto de vista de la aproximación histórica por la abundante información que proporcionan. Pero siempre se debe depurar la información proporcionada, ya que el tiempo transcurrido entre la experiencia del viajero y la escritura elaborada, aunque haga gala en la exposición de rigor intelectual, lo imaginario suele aparecer, en muchas ocasiones distorsionando el calificativo de “objetividad”.
La objetividad, a veces cruel, que aplican algunos viajeros al describir los usos y costumbres de los canarios son del mismo tipo, o muy parecido, entre los viajeros británicos y germanos, y por añadidura algunos franceses. La mayoritaria “convive” con el pueblo llano en el transcurso de sus periplos por tierras isleñas, lo que probablemente no solían hacer en su propio país. La miseria de los campesinos y los estratos marginales de las ciudades en las Canarias de entonces no debía de ser muy diferente entre algunos puntos de sus países de origen y de Europa en general, pero con toda seguridad estaban lejos de sus miras.
En general, los relatos de los viajeros muestran un cuerpo social bastante desarticulado, pero a pesar de todo, su resultado es estimable por el interés de sus experiencias, en la medida en que nos proporcionan una información preciosa, y de primera mano, sobre algunas facetas de la sociedad insular, por otro lado, escasa en los locales porque habían mostrado hasta entonces poco interés.