No se había equivocado Catarrancada. Las nubes eran negras y amenazadoras. Las alturas se veían taponadas por celajes siniestros; y, a cabalgo de viento, llegaban los primeros estampidos del trueno. El rayo se insolentaba ante la timidez del sol; y la lluvia colgaba cortinas en la distancia.
A las primeras claridades, ya estábamos todos en planta y correteábamos por el barranco, felices y expectantes. El aguacero, en las cumbres, debía de ser imponente.
La organización de la fiesta me fue encomendada a mí; y, después de ordenar a Catalejo que se preparase para ascender a los Riscos, designé a Nerón para que vigilase la salida de escape de la desembocadura. Nos quedamos Rebenque, Linda, Marquesa y yo; y nos acordamos del pobre Caifás, que tanto se divertía con estas algarazas que la naturaleza nos brindaba con tan poca prodigalidad.
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