Martín, al reposar en tierra firme, respiró con ansia. Quiso trepar, andar, reconociendo el terreno, pero era imposible. Las rocas abruptas impedían los pasos.
Era una temeridad en medio de la densa tiniebla aventurarse a una exploración.
Convencido de que estaba a salvo confióse a la suerte y determinó esperar.
¿Dónde estaba? Ésa fue su pregunta, naturalmente incontestada. Tal vez en algún peñascal de la Graciosa; quizás en la costa misma de Lanzarote.
Tan profunda era la oscuridad que Martín no alcanzaba a ver más allá de un par de brazadas. Percibía delante el aire del vacío, y desde abajo subía el clamor de las olas rompiendo furiosas contra las rocas; detrás alzábase el peñascal negro, erizado de picachos y en ellos el viento que los azotaba con furores de vendaval rugía con continuo y estridente rumor.
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