Praxes se había cogido del brazo izquierdo de Ezrael y caminaba lentamente, marcando el paso de siempre, obligando a su lazarillo a acortar el andar. La lentitud hizo cobrar en Ezrael Román un ánimo de salita de espera. Comenzó a observar la calle, una calle de verdad, con los transeúntes en movimientos rápidos, bruscos o pausados; paseos en cubierta de barco: paseos que saca de la mar y mete en el cielo; paseos de busco-novios; paseos de cuatro en fondo con las miradas vivarachas, las faldas muy cortas y el ir y venir en zig-zag del ataque por sorpresa, paseos de esa misma calle, porque la catedral queda en un extremo, en el centro, -y hay que cruzarla-. Que siempre trae suerte persignarse ante la puerta romántica, y es señal de respeto a todo lo divino que ella guarda; un andar lento que hace detener la mirada en las ventanas abiertas, mirada que intenta penetrar en las cuatro paredes que guardan mundos que se acaban, que nacen y mueren. Y aquella niña, ¡qué muñeca!, ¿por qué llora? Un trozo de pan duro en la manita que le gusta utilizar y la saliva y los mocos mojando su cariña de luna llena. No llora por los sufrimientos del mundo, mi niña, llora por nada. Y eso está bien.
[De La canción del morrocoyo]