Sobre la camisa terriblemente arrugada del camarero una gota de grasa, aún húmeda, le recuerda los vasos de whisky derramados hace un rato en el cabaret; y piensa que no es un rato lo que hace, sino bastante rato, mucho rato, porque aquello ocurrió casi al principio de la noche, a la una y media, o así, cuando aún no estaba con ellos la furcia pelirroja que abre muchos los ojos para comer cada bocado, como si hiciera mucho tiempo que no ve un bistec o unas papas fritas o esas hojitas de lechuga y esas rodajitas de tomate que a Alberto le da la impresión de que deben ser siempre las mismas y que las retiran de los platos vacíos y las ponen en los que llevan de nuevo, porque jamás ha visto a nadie que se las coma, porque la única función lógica que les encuentra es la de servir de relleno para que no se note mucho que los bistecs son pequeños y los platos grandes.
[De Los puercos de Circe]