Debió ser a la media noche cuando desperté. El sueño intranquilo, y lo temprano que me metí en la cama, fueron la causa de que despertara a una hora desacostumbrada.
La tormenta estaba en su apogeo. Salté del lecho y contemplé cómo la naturaleza me contaba un cuento mágico, exagerado. Lo que normalmente es bello, aquella noche era sublime.
De la oscuridad absoluta, del negro de las tinieblas, salían a intervalos irregulares miles de focos que alumbraban la más grande escena que yo he visto. Un interruptor mágico se encargaba de apagar y encender múltiples luces y el intermitente relampagueo daba la sensación de que el cielo cañoneaba al mar.
La lluvia caía a torrentes y desde lo alto de los riscos el agua se precipitaba por los barrancos formando monstruosas cascadas que caían al mar. Las olas se abrían como rosas blancas al estrellarse entre las peñas y las casa era el único remanso, en medio de aquella monumental lucha entre los elementos.
[De Los guanches en el cabaret]