Hay dos vasos en la barra y una botella, dos vasos acabados de vaciar y una botella mediana, también una lucerna de araña en el techo, viejísima, de cinco brazos de metal y tres bombillas fundidas, una luz tenue, vidriosa, espolvoreada, de las que hacen amusgar la vista arrugando el entrecejo y la nariz. Había dos hombres apoyados contra el mostrador, dos hombres que se hubieron mirado por unos segundos a los ojos cuajados, como si hurgaran recíprocamente en las pupilas del otro, borrachos, y buscando consuelo cómplice, entibiados sus corazones, asegurándose que sí, que tú también eres un hombre, igual que yo, pues tu mirada es un pozo de interrogantes y de amarguras pardas, desvaídas ahora, un pozo sin fondo visible, donde cabe todo, y uno de ellos hubo de decir, no se sabe cuál, que Dios aprieta pero, se dice, no ahoga, que lo malo, que no acaba de ahogar.
[De Cada cual arrastra su sombra]