En virtud del aislamiento y la incultura, la práctica religiosa se había impregnado  de vicios y hábitos propios de la  superstición, muy alejados de las creencias y predicaciones del clero  secular, de cuyo seno salieron las mejores voces del mundo ilustrado. Obispos y  párrocos veían con desagrado la excesiva devoción del pueblo a vírgenes y  santos, olvidándose del verdadero evangelio.
		 En este sentido, en el siglo XVIII, y como herencia del  anterior siglo, proliferan los cultos a  nuevas imágenes, las prácticas santiguadoras, las devociones a las ánimas  benditas del purgatorio y otras devociones populares.
		 La causa de esta devoción popular, según los  ilustrados, residía en la ignorancia del pueblo, en la amenaza del hambre y  enfermedades epidémicas, y en el apoyo de las órdenes religiosas (frailes y  monjas) a este tipo de hábitos y creencias populares.
		 La mayor parte de estos frailes procedían de familias  campesinas y del artesanado, sin formación alguna, e influían bastante sobre la  población de los pueblos y ciudades, porque convivían de cerca con el pueblo  llano. Estas órdenes religiosas fomentaban y toleraban las supersticiones  locales, en parte porque vivían de las  limosnas y donaciones de la gente. Pocos eran los pueblos en las islas que no  contaban con conventos, llámense franciscanos, dominicos o agustinos, y esta  presencia de religiosos pesaba poderosamente en la mentalidad y el sentimiento  del pueblo.
		 A pesar del esfuerzo del otro clero, el formado por obispos y cura-párrocos, por evitar y  corregir estas cosas, estas prácticas y creencias populares siguieron vivas.
		 En el siglo XVIII vemos aparecer en las iglesias y  conventos los llamados cuadros de ánimas, plasmación plástica de esa idea del Purgatorio, en que las almas (ánimas  benditas) de los muertos permanecían   hasta que no hubiera una mediación de los vivos (encendido de velas,  misas, rosarios, etc.). Si tal cosa no se producía, las ánimas del Purgatorio,  en esa vida irredenta, mostraban signos o señales a sus familiares vivos para  que hicieran algo por su estado. Los conventos masculinos fomentaban este tipo  de creencias, no así los femeninos, que, aunque también numerosos, por su  régimen de clausura y una mayor cultura (muchas monjas procedían de las clases  aristocráticas) influían mucho menos en el sentimiento religioso popular.
		 Estas supersticiones marcaban todas las fechas  importantes del individuo, desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por el  matrimonio. Además, todos los actos que se celebraban iban acompañados de  fiestas, bailes (hasta la muerte), padrinos, etc., y con tal boato, que no  pocos ilustrados dentro del mismo clero llegaban a rechazar.
		 A este respecto, es ilustrativa la petición  testamentaria hecha por el Vizconde de  Buen Paso, ilustrado de la época, que dice que en su entierro quiere “un  ataúd de alquiler sin tumba, ni escudos de armas, ni salida a misa, ni  ofrendas, que todas estas pompas funerales son vanidad e ignorancia de que no  se sirve a dios y dan combustible al público para ociosas conversaciones”. Por  supuesto, esta reforma por la sencillez evangélica no tuvo éxito.