En mis excursiones por los terrados, tropezaba yo a menudo con un grandullón de alma aviesa a quien su familia obligaba a andar sin calcetines ni botas para que no pudiese salir de casa. Era un mataperro expulsado de todos los colegios a que había concurrido, de todos los empleos en que le habían ocupado y de todos los jilorios del Risco en los que se entremetía sin que nadie lo llamase y de los que le sacaban a mojicones y puntapiés. Apodábanle el Pírgano por lo largo y seco de sus carnes. Miraba con ojos cínicos, igual que lobos en acecho en las cuencas de la calavera sembrada de chocaduras. Su cara provocaba asco con las granulaciones purulentas y el vello ratonil del bigote y la barba incipientes. No llevaba otra ropa que un pantalón de perneras deshilachadas y una americana astrosa, que en cuanto perdía los botones mostraba el cuerpo esquelético sembrado de mataduras, memoria y señal de las tollinas paternas.
En este semblante merodeaba, día y noche, por la isla de cal, terrero de sus hazañas. A las horas de sol dormía en la sombra de los miradores. De tarde se paseaba como un pajarraco por la cornisa de los edificios, ante la estupefacción del público que se paraba en las aceras a mirarlo. Y de noche le entreveíamos en torno a la claridad de las lumbreras o en los rincones más oscuros donde el fuego de sus cigarrillos lucía como un ojo siniestro.
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