En la segunda mitad del siglo XVIII, se puso de moda en las clases altas el consumo de helados y sorbetes. Para poder corresponder dichos gustos, la población campesina desempeñaba una labor realmente curiosa, ya que se dedicaban a recoger el hielo de depósitos naturales o bien de los neveros, posos artificiales, situados en la alta montaña, donde se acumulaba nieve, que posteriormente se congelaba. El principal depósito era la “Cueva del Hielo” en el propio Teide, en donde las reservas de hielo duraban durante más período de tiempo.
Pero a nivel general, estos depósitos de nieve, más frecuentes durante el invierno, pero también existentes durante la primavera, eran recogidos por personas, generalmente acompañados de un animal de carga (un burro o un caballo), el cual transportaría los bloques de hielo. Para poder conservar el hielo, se tapaban con ramajes y luego llevaban unas capas de piedra pómez, lo que permitía almacenar el hielo, tanto durante el camino que iba desde el Teide como incluso durante largos meses.
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La cueva del Hielo, oculta dentro de las paredes del inmenso Teide, era el principal destino de arrieros y “neveros” que subían a obtener hielo, necesario para la fabricación de helados y sorbetes. (DM) |
Del mismo modo, el hielo, en tiempos pasados, era muy buscado para ser utilizado como recurso terapéutico, aplicándose como antiinflamatorio y para calmar los dolores. Antes de su fabricación industrial, cuando este se requería para un enfermo, tenían que desplazarse algún arriero a los depósitos como la “Cueva del Hielo” para traerlo.
En el verano de 1.768, escaseo el hielo para sorbetes y helados, de los paseos y visitas de la alta sociedad chicharrera, lo que produjo malestar, por lo que las autoridades tomaron medidas para que no escasease este producto. De tal modo que el comandante general Miguel López, manda buscar un mercader natural de Güimar, que se dedicaba a este tráfico, obligándolo ante notario a comprometerse a suministrar hielo a la capital, durante cinco años.
Su consumo se extendía a las principales poblaciones de la isla, La Laguna, La Orotava, Los Realejos y otras, como por supuesto a la capital (desde 1833), Santa Cruz de Tenerife. Estos usos y costumbres se mantuvieron hasta la aparición, en el primer tercio del siglo XX, del hielo industrial. El propio naturalista francés Sabino Berthelot fue testigo de este fenómeno, al presenciar cómo algunos arrieros obtenían el hielo desde el Teide, para luego descender al valle de La Orotava a cambiar de caballería y luego reemprender la marcha en dirección a Santa Cruz de Tenerife.